Entrar en las naves que albergan el estudio y el showroom de Fernando Oriol Pastega (Sevilla, 1965) es introducirse en un exuberante jardín botánico construido en metal. Palmeras, magnolias, chumberas, calas, plataneras y decenas de variedades más invaden los espacios donde el orfebre vegetal crea sus obras. Elegante, discreto y exquisito en el trato, este gentleman del sur no concibe la existencia lejos de la naturaleza. «De adolescente, al llegar del colegio, lo primero que hacía era irme disparado a montar a caballo o a dar un paseo por el campo. Cuando me portaba mal, me castigaban en casa de mi abuela, en Sevilla. Pero me escapaba y me venía hasta aquí en bicicleta». El escultor se refiere a la finca El Pino de San José, una propiedad agrícola familiar, situada a 15 kilómetros de la capital hispalense, en la que pasó gran parte de su juventud y donde vive y trabaja. Se trata de un latifundio en el municipio de Carmona en el que su padre criaba ganado, cultivaba cereal y poseía una yeguada. «Era como un pueblo en miniatura», lo describe él. «Además de la nuestra, residían aquí unas 15 familias más. Había de todo: un colegio, una capilla donde se celebraba misa los domingos, una granja de gallinas y pollos y hasta una fábrica de puertas de madera… Siempre te cruzabas con niños que estaban correteando y jugando. Guardo unos recuerdos fantásticos». Fernando soñaba con convertirse en aviador, pero el prematuro fallecimiento de su progenitor truncó sus planes. Finalmente, se decantó por la carrera de perito agrónomo y, durante una temporada, regentó una granja de faisanes y perdices. No obstante, su futuro, aunque ligado de algún modo a la naturaleza, no se encontraba allí. Tras casarse, se trasladó a Madrid siguiendo a la que hoy
es su exmujer. Acostumbrado a vivir en pleno campo, con una sensación de libertad absoluta, hallarse, de pronto, encerrado en un piso en el centro de la ciudad le desesperó. «Una vez, mi ex me pidió que buscase un carpintero para fabricar una mesa. Yo nunca había trabajado la madera, pero las manualidades siempre se me habían dado bien. Soy bastante habilidoso y muy inquieto. No puedo estar parado y me encanta utilizar las manos. Le contesté que me encargaba yo», cuenta. Ni corto ni perezoso, localizó un garaje que le sirviera de taller y, durante 12 años, se dedicó a realizar muebles de madera y acero. Con la ayuda de un amigo arquitecto, consiguió una importante clientela. «Después, llegó la crisis inmobiliaria», continúa; «no sólo dejaron de venderse casas, sino que la demanda de decoración también se desplomó. No tuve más remedio que reinventarme. Un día, mi hermana Chitina, que había visto una palmera de acero, me preguntó si sería capaz de lograr algo parecido. La hice, la colocó en su casa y todo el que pasaba le preguntaba por ella. Así fue como empezó».
Al igual que ciertas personas han crecido entre algodones, Fernando Oriol estuvo rodeado de flores. Su madre, Marta Pastega Benjumea, una reconocida figura en el arte del interiorismo, fundó en 1980 la floristería Búcaro, en Sevilla (floresbucarosevilla.com) y revolucionó el panorama de esta disciplina con su particular manera de entenderla. «En aquella época, no había cultura botánica. Nadie se gastaba dinero en poner plantas para una cena. Mi tía (que años antes había abierto Búcaro en Madrid) y ella fueron auténticas pioneras», relata el escultor. Pronto, su fama se extendió por los círculos más selectos y se convirtieron en las floristas de moda. Tanto que en ellas confiaron para adornar sus bodas la infanta Elena, la duquesa de Alba, Eva González y los ahora reyes de España, Felipe y Letizia, entre otros. Él lo explica así: «Mi madre es medio veneciana. Posee esa
herencia innata del gusto italiano. De niños, pasábamos los veranos allí, envueltos en belleza». El mismo Fernando puede presumir de su buena mano para la jardinería. Estuvo dos años compaginando sus estudios con un empleo en un vivero, donde podaba, trasplantaba o regaba. Y aprendió a entender en profundidad el reino vegetal. No es de extrañar que ese background, unido a su espíritu observador y minucioso, le llevase finalmente a crear auténticas obras de orfebrería botánica. «Mi principal fuente de inspiración es la naturaleza. En un jardín, por la calle, en el campo…, me voy fijando en todos los detalles. No me considero un artista, sino un artesano», subraya. Entre sus virtudes destaca la humildad, como bien sabe Silvia Ripoll, la mujer que, desde hace cuatro años, comparte sus días.
Fue ella quien lo puso en el punto de mira, tanto en el plano nacional como en el internacional. En aquella época, los compradores funcionaban por el boca a oreja. Silvia, que sintió un flechazo total por las esculturas de Fernando, reaccionó y tomó las riendas de la situación. El mundo debía conocerlo. «La primera persona que creyó en mí fue ella; me cambió la vida –confiesa el creador–; se ocupó enseguida de la comunicación, las relaciones públicas y las ventas. Es una persona tremendamente sociable y con mucho arrojo». También abrió su cuenta de Instagram (@fernandooriol), que pronto empezó a crecer como la espuma, hasta llegar a los 12.000 seguidores actuales. «El poder de las redes sociales es increíble. Te dan acceso a una gente que ni te imaginas que existe. A mí me provocan un vértigo enorme. Como anécdota, te cuento que, en la última exposición que tuvimos en la Fundación Carlos de Amberes, en Madrid, se presentó un señor en un Lamborghini y, casi sin mirar, se llevó varias piezas. Más tarde, supimos que vivía en Suiza y que nos había descubierto a través de internet», destaca Fernando. Sus grandes pagodas dan sombra en los jardines más chic, sus lámparas iluminan espacios de
moda y sus duchas de piscina refrescan a ilustres clientes de Madrid, Barcelona, San Sebastián y Bilbao, no pocos de ellos pertenecientes a las familias más importantes del país. Fuera, sus obras se han exhibido en Capri y en Zúrich y cuenta con seguidores en Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos.
Cuando nos conocimos, yo usaba un espacio muy pequeño en el que no cabían las figuras de mayor formato, así que las montaba a la intemperie. Si llovía, no podía continuar. Silvia me convenció para reformar las naves. Ahora, los clientes quieren verlas en directo y las expongo en el showroom. Tiene la ventaja de hallarse cerca del taller, así que interrumpo lo mínimo el trabajo», desgrana Fernando. Su labor lo
absorbe por completo. Lleva una vida casi monacal, rodeado de la paz infinita del campo, con la única compañía de sus tres perros: FO (sus iniciales), Thai y Mili. Excepto cuando viene a verlo Silvia, que vive en Madrid, se levanta temprano, casi de madrugada, y pasa el día entero en el taller. Se toma un descanso a mediodía, almuerza algo rápido en una venta cercana y da un largo paseo en bicicleta, de unos 50 kilómetros. Para después volver a la carga: «La escultura debe apasionarte. Es un oficio solitario que requiere un montón de horas de dedicación. Hay piezas cuya elaboración supone tal cantidad de tiempo que sería imposible cobrarlas en proporción. Trabajo un poco por amor al arte».
A pesar de todo, no considera que la paciencia sea su mayor virtud: «Más bien la constancia. Y el perfeccionismo. Puedo repetir cien veces la misma parte hasta lograr lo que busco». Una de las obras más laboriosas –y su preferida– es el olivo. Está compuesta por más de 3.000 hojas hechas una a una. Las ensambla soldándolas a la rama, lo que implica hasta tres meses de esfuerzo. Aunque los materiales que usa son el hierro, el acero corten y el latón, es capaz de mezclar la ligereza y el frescor de los árboles con la rotundidad del metal. El resultado es de un realismo asombroso. Y, si bien reconoce no ser «un gran aficionado al arte abstracto», apunta que la escultora que más le gusta es Olga Copado: «Las formas que utiliza son hipnóticas. En lo que a pintura respecta, sin duda, mi artista favorito es el hiperrealista Luis Gómez MacPherson», continúa. Para perderse, no elegiría nunca París, Viena o Praga, sino los salvajes paisajes africanos, la pampa argentina o la tranquilidad de cualquier rincón del campo. Naturaleza obliga.
«La escultura debe apasionarte. Se trata de un oficio muy solitario que requiere muchas horas de dedicación. Eso no tiene precio. Podría decirse que (casi) trabajo por amor al arte»